Año MisericordiaEn este Año Santo podremos realizar la experiencia de abrir el corazón a cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales, que con frecuencia el mundo moderno crea dramáticamente. ¡Cuántas heridas sellan la carne de muchos que no tienen voz! En este Jubileo la Iglesia será llamada a curar aún más estas heridas, a aliviarlas con el óleo de la consolación, a vendarlas con la misericordia y a curarlas con la solidaridad y la debida atención. No caigamos en la indiferencia que humilla, en la rutina que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye. Abramos nuestros ojos para mirar las miserias del mundo, las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de la dignidad, y sintámonos provocados a escuchar su grito de auxilio. Que nuestras manos estrechen sus manos, y acerquémoslos a nosotros para que sientan el calor de nuestra presencia, de nuestra amistad y fraternidad. Que juntos podamos romper la barrera de la indiferencia que, tantas veces, esconde la hipocresía y el egoísmo.

Es mi vivo deseo –dice el Papa Francisco- que el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las obras de misericordia corporales y espirituales. Será un modo de despertar nuestra conciencia y de entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los privilegiados de la misericordia divina. La predicación de Jesús nos presenta estas obras de misericordia para que podamos darnos cuenta de si vivimos o no como discípulos de Cristo. Redescubramos las obras de misericordia corporales y no olvidemos las obras de misericordia espirituales.

No podemos escapar de las palabras del Señor y en base a ellas seremos juzgados: si dimo de comer al hambriento y de beber al sediento. Si acogimos al extranjero y vestimos al desnudo. Si acompañamos al que estaba enfermo o al prisionero. Si fuimos capaces de vencer la ignorancia en la que viven millones de personas, sobre todo los niños privados de la ayuda necesaria para ser rescatados de la pobreza. Si estuvimos cercanos a quien estaba solo y afligido. Si perdonamos a quien nos ofendió. En cada uno de éstos “más pequeños” está presente Cristo mismo. No olvidemos las palabras de san Juan de la Cruz: “En el ocaso de nuestras vidas seremos juzgados en el amor” (Palabras de luz y de amor, 57).

En el evangelio de Lucas encontramos otro aspecto importante para vivir con fe el Jubileo. Jesús, en la sinagoga, lee un fragmento del profeta Isaías: “El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva… y proclamar un año de gracia del Señor” (61,12). “Un año de gracia”: es esto lo que el Señor anuncia y lo que deseamos vivir. Este Año Santo lleva consigo la riqueza de la misión de Jesús: llevar una palabra de consolación a los pobres: anunciar la liberación a los prisioneros de las nuevas esclavitudes de la sociedad moderna; devolver la dignidad a cuantos han sido privados de ella. En todos estos gestos, recordemos las palabras de san Pablo: “El que practica misericordia, que lo haga con alegría” (Rom 12,8).

La Cuaresma de este Año Jubilar ha de ser vivida con mayor intensidad, como momento fuerte para celebrar y experimentar la misericordia de Dios; para redescubrir el rostro misericordioso del Padre que nos ofrecen las profecías de Miqueas e Isaías, que podrán ser meditas con mayor atención en este tiempo de oración, ayuno y caridad.

La iniciativa 24 horas para el Señor, que se celebran durante el viernes y sábado anteriores al IV domingo de Cuaresma, debe incrementarse en las Diócesis. Muchas personas están volviendo al sacramento de la Reconciliación, el cual nos permite experimentar en carne propia la grandeza de la misericordia y que es, para cada penitente, fuente de verdadera paz interior.

Nunca me cansaré –dice el Papa- de insistir en que los confesores sean un verdadero signo de la misericordia del Padre. Nunca olvidemos que ser confesores significa participar de la misma misión de Jesús y ser signo concreto de la continuidad de un amor divino que perdona y que salva. Ninguno de nosotros –obispos o sacerdotes- es dueño del Sacramento, sino fiel servidor del perdón de Dios. Cada confesor debe acoger a los fieles como el padre en la parábola del hijo pródigo: un padre que corre al encuentro del hijo aunque haya dilapidado sus bienes. Los confesores están llamados a abrazar a ese hijo arrepentido que vuelve a casa y a manifestar la alegría por haberlo encontrado. No se cansarán de salir al encuentro también del otro hijo que se quedó afuera, incapaz de alegrarse, para explicarle que su juicio severo es injusto y no tiene ningún sentido ante la misericordia del Padre que no conoce confines. No harán preguntas impertinentes, sino como el padre de la parábola serán capaces de percibir en el corazón de cada penitente la invocación de ayuda y la súplica de perdón. Los confesores están llamados a ser siempre el signo del primado de la misericordia.

Los Misioneros de la Misericordia, que el Papa Francisco tiene la intención de enviar durante la Cuaresma, serán un signo de la solicitud materna de la Iglesia por el Pueblo de Dios. Serán sacerdotes a los cuales se dará la autoridad de perdonar también los pecados que está reservados a la Sede Apostólica. Serán, sobre todo, signo vivo de cómo el Padre acoge a cuantos están buscando su perdón. Serán los artífices ante todos de un encuentro cargado de humanidad, fuente de liberación, rico en responsabilidad, para superar los obstáculos y retomar la vida nueva del Bautismo.

Pido a los hermanos Obispos que inviten y acojan a estos Misioneros, para que sean predicadores convincentes de la misericordia. Los Pastores, especialmente durante el tiempo fuerte de Cuaresma, han de ser solícitos en el invitar a los fieles a acercarse “al trono de la gracia, a fin de obtener misericordia y alcanzar la gracia” (Hb 4,16).

Que la palabra del perdón pueda llegar a todos y la llamada a experimentar la misericordia no deje a ninguno indiferente. Mi invitación a la conversión –dice el Papa- se dirige con mayor insistencia a aquellas personas que se encuentran lejanas de la gracia de Dios debido a su conducta de vida. Pienso de modo particular en los hombres y mujeres que pertenecen a algún grupo criminal. Por vuestro bien, os pido cambiar de vida. Os lo pido en nombre del Hijo de Dios que, si bien combate el pecado, nunca rechaza a ningún pecador. La violencia usada para amasar fortunas manchadas de sangre no convierte a nadie en poderoso ni en inmortal. Para todos, tarde o temprano, llega el juicio de Dios al cual ninguno puede escapar.

Que esta llamada llegue también a todas las personas promotoras o cómplices de corrupción. Esta llaga putrefacta de la sociedad es un grave pecado que grita hacia el cielo, pues mina desde sus fundamentos la vida personal y social. La corrupción impide mirar el futuro con esperanza porque destruye los proyectos de los débiles y oprime a los más pobres. Es un mal que anida en los gestos cotidianos para expandirse luego en escándalos públicos. La corrupción es una obstinación en el pecado, que pretende sustituir a Dios con la ilusión del dinero fácil como forma de poder. Es una obra de las tinieblas. Ninguno puede sentirse inmune a esta tentación. Para erradicarla de la vida personal y social son necesarias prudencia, vigilancia, lealtad y transparencia, unidas al coraje de la denuncia.

¡Éste es el tiempo oportuno para cambiar de vida! Este es el tiempo para dejarse tocar el corazón. Ante tantos crímenes cometidos, escuchad el llanto de todas las personas saqueadas por vosotros de la vida, de la familia, de los afectos y de la dignidad. Seguir como estáis es sólo fuente de arrogancia, de ilusión y de tristeza. La verdadera vida es algo bien distinto de lo que ahora pensáis. El Papa os tiende la mano. Está dispuesto a escucharos. Basta solamente que acojáis la llamada a la conversión y os sometáis a la justicia mientras la Iglesia os ofrece misericordia.

Leer 1ª meditación – Introducción

Leer 2ª meditación

Por P. Miguel Huguet
Retiro en el Santuario de Cristo Flagelado
Coaniquem