Paseo por las calles, ya húmedas, debido el cercano invierno. Desde los escaparates, llenos de delgados maniquíes, esquivan mi mirada las fotografías de jovencitas que lucen prendas de última moda con mirada ausente y aire levemente malhumorado. El mismo gesto de incomprensible desencanto con que suelen aparecer en las pasarelas y en las secciones de moda de revistas y semanales de periódicos. Esa general melancolía resulta tan inadecuada a los elegantes vestidos que llevan, como a su aparente bienestar. Así, en el caleidoscopio de la publicidad, el cuerpo y el rostro femeninos se multiplican bajo el prisma de una eterna primera juventud, escasa de carnes y de alegría.

A esa luz, muchas mujeres de a pie temen mirarse al espejo y afrontar cuán poco se parecen a tan exiguo modelo de belleza. Casi cualquier rostro de carne y hueso resulta tosco y sin gracia comparado con aquellas facciones regulares de labios displicentes. Ante el espejo, pocas pueden evitar un cierto desagrado al constatar las impúdicas pisadas que la vida les ha dejado bajo los ojos, en las mejillas y en el cuello; líneas que sólo podrían ser borradas por arte de bisturí. Pero… ¿serán más bellas, efectivamente, sin esos rastros que han configurado su persona, su historia, su modo de vivir la vida?

¿Y si uno se atreviera a mirarse, no a la luz de aquellos estrechos esquemas de belleza, siempre excluyentes, sino al calor del hecho portentoso de simplemente ser? ¿Es que el hecho de vivir no es causa suficiente para que brote la sonrisa? ¿Tendremos el valor de mirarnos a los ojos, sin condiciones ni prejuicios, maravillándonos de poder decir yo? ¿O es que, acaso, puede uno darse el lujo de dejar que sean otros quienes le convenzan que es digno de amor porque se parece a quien no es? ¡Qué pobre espejo, el espejo convencional de cualquier moda! ¡Qué misterio, en cambio, cada rostro, icono de una historia, de sus preguntas y sus intentos de respuesta! ¡Qué necesitados estamos de darnos, por fin, un “sí” humilde y lleno de ternura, a nosotros mismos, limitados pero vivos, hoy y así, aquí y tal cual somos!

Sin embargo… todavía se puede ir más allá, más adentro. Pasadas todas las antesalas del propio yo, en el recinto silencioso, hay una puerta que se abre hacia el patio interior de mi persona con su pequeña fuente, un pozo de aguas claras. ¿Y si me asomo, en un temblor, a su brocal? Tímidamente primero, más decidida después, oteo en el fondo y a esa Luz puedo mirarme sin ambages. Más allá de mi rostro, entreveo el de Dios que habita en mí, silencioso, paciente. Al calor de su Amor advierto mi persona como un icono hecho a su Imagen. Cada minuto de mi vida marca mi cuerpo, y es rastro de su paso, de su abrazo, de su llama. ¡No me atrevería a quitar una sola de sus huellas! A pesar de las mentiras, en mí hay verdad. A pesar de las dudas, certeza. A pesar del temor, hay también mucho amor. A pesar de los pecados, hay belleza rescatada. ¡Su beso ha encendido todas las candelas del jardín!

Y sé que cuando salga hacia la calle, ningún rostro me será ya indiferente. A nadie podré ya comparar con prototipos fabricados a granel. En cada uno intuiré, como en el mío, el camino recorrido, el dolor y el gozo. Querría abrazarles y decirles que sólo verán la hermosura de sí mismos si tienen el valor de ir hacia dentro reconciliados, descalzos y en silencio.

Audio: El rostro como icono

Texto: Leticia Soberón
Voz: Javier Bustamante
Música: Manuel Soler con arreglos e interpretación de Josué Morales

 


 

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