En un viaje interprovincial coincidí en el asiento con Nora, una señora mayor de setenta años que, junto a otras amigas, iba a un encuentro de adultos mayores. Varias de ellas se sentaron por parejas. Fue fácil que empezáramos a conversar y me di cuenta que era una mujer sabia y alegre. Hablaba con respeto y cuidaba las palabras para referirse a sus tres hijos, hoy profesionales, y varios nietos, a los que amaba y a quienes también les conocía y sabía limitados. Al hablar de su esposo y de cómo habían construido una amistad, que hasta entonces crecía y contagiaba a otros, me di cuenta que la señora Nora había descubierto en los años de matrimonio un verdadero tesoro, que era correspondida y que, a través de este amor y proyecto, había obtenido certezas y seguridades profundas. No había sido fácil, ambos habían trabajado fuera de la casa para responder a la economía familiar, en una época de mucha violencia en el país y en un vecindario donde se había conocido el dolor y la persecución política. Estos esposos, disfrutaban ahora de los momentos compartidos y daban espacio a los intereses del otro. Ambos mantenían actividades y compromisos en su vecindario y en la comunidad parroquial. Su esposo, mueblista, todavía trabajaba y vendía bastante.

La señora Nora vivía plenamente su tiempo, lo disfrutaba, lo aprovechaba y optimizaba. Sabía organizar el tiempo para todo, programar los almuerzos familiares con sus hijos para disfrutarlos sin ser invadida, entregar horas sin perder el norte a su comunidad de vida, convertida hoy, también, en un “club” de adultos mayores. Tenía vocación de servicio y hacía de ello una manera de ser, sin mayores aspavientos. Tenía, todavía grandes deseos de amar y aprender de la vida.

El hecho de que el viaje compartido y el encuentro con la señora Nora ocurriera hace un tiempo, coloca el relato en el pasado, pero la señora Nora es presente y es una mujer alegre y plena hoy. Su testimonio de vida es necesario en su población, donde tiene un lugar señalado junto a otros y otras con quienes construyeron el templo y han intentado vivir siempre en comunidad cristiana. Por el templo se han sucedido varios sacerdotes, de cada uno han aprendido algo, a todos los quisieron, me decía, pero ella sabe que la comunidad la hacen entre todos y es la comunidad la que permanece, abierta a los que se incorporan, de todas las edades, con la elegancia de saber estar junto a los que quieren llenar la vida de actividades y los que buscan la razón primera y última de toda comunicación. La señora Nora lee la Biblia en comunidad y aprende con otros a vivir su enseñanza.

Durante las más de dos horas que coincidimos, hablamos de cocina, espiritualidad, amistad, muerte, belleza, valores, sentido de la vida… cada una desde su experiencia y momento vital. Ella por edad podría ser mi madre y, como tal, me hizo de espejo de mi propia adulta mayor ya en construcción. Al escucharla reconocía muchas cosas que se reflejaban en mi vida, intuía otras que estaban en proceso y se me dibujaban algunas todavía sin despertar.

Por Elisabet Juanola Soria