Qué bueno es tener, al menos, un amigo. Alguien a quien se conoce y se ama, en quien se confía plenamente.

Los amigos, en el quehacer largo y hermoso de ir creando y desarrollando la amistad, se van conociendo más cada día. Algún día se empiezan a contar su vida anterior, hasta su infancia incluso. Hay un tipo de amistad que es muy fuerte y profunda, que tiene unas calidades propias y especialmente gratas: los amigos de la infancia, aquellos amigos que lo son desde pequeños y siguen siéndolo cuando adultos. Cada uno conoce –y ama– a la madre del otro, su padre, a sus pariente; ambos vivieron el mismo pueblo, la escuela, la parroquia, los juegos, los acontecimientos… ¡Se conocen desde la infancia! Es un tipo especial de conocimiento y de relación personal.

Pues bien, se puede decir con toda verdad que Jesucristo y nosotros somos amigos de la infancia. Jesús el jueves Santo nos invitó solemnemente a su amistad: «ya no os llamo siervos sino amigos»; pero Él no se limita a una amistad de la etapa de adultos, sino que desea vivir con nosotros una amistad global, una amistad que abarque la vida toda sin olvidar ninguna faceta. Él conoce y ama maravillosamente a nuestros padres desde antiguo, a nuestros hermanos y parientes; vivió profundamente nuestra infancia, nuestros juegos, nuestros sueños. Y viceversa, nosotros conocemos –¡y amamos! – a María, su madre, a su padre José ¡y les tenemos por padres nuestros!; nos relacionamos con sus abuelos Joaquín y Ana, y con sus parientes Isabel, Zacarías, con su primo Juan (quien, de mayor, será el Bautista). Además, por los Evangelios, de la infancia conocemos los principales acontecimientos de su vida de pequeño. Y hasta conocemos, admiramos, el misterio de su Concepción. ¡Jesús y nosotros somos, en verdad, amigos de la infancia!

Por Juan Miguel González Feria
Publicado en:
La Montaña de san José, abril de 1996
Listín Diario, abril de 1996