Me contaron no hace mucho que un niño pequeño, al entrar en una Iglesia, se topó de frente con un crucifijo de tamaño natural. El niño arrancó a llorar desconsoladamente gritando a su madre y a todos los que veía pasar: “¡bajarlo de ahí, bajarlo de ahí, está sufriendo mucho, se va a morir!”.

Hoy día, plantearse cualquier reflexión entorno a la Cruz, es una tarea bastante ardua, si además la reflexión se plantea entorno a la belleza de la Cruz, puede provocar ya no escándalo o locura, sino aversión y repulsa. Vivimos en una sociedad en la que el concepto de belleza está muy cosificado y materializado, y con un alto nivel de hedonismo, lo cual hace doblemente difícil el plantear el tema de la Cruz, pues el sufrimiento se concibe como una imperfección y algo que hay que evitar a toda costa.

A lo largo del tiempo, no pocos filósofos y teólogos han hablado de la importancia de la belleza como fuente de conocimiento, señalando incluso que «nos empobrece y devasta tanto a la fe como a la teología, si despreciamos o rechazamos como verdadera forma de conocimiento la conmoción producida por el encuentro del corazón con la belleza»

[1].  ¡Quién no se ha conmocionado ante una puesta de sol!, y cuántas veces esta experiencia nos ha remitido al trascendente o al Creador. Pero ahora la cuestión es más compleja ¿Qué hay de bello en el Ecce homo? ¿Es posible conmocionarse ante la Cruz como nos conmocionamos ante una puesta de sol?

El misterio de Cristo no puede diseccionarse a voluntad; contemplar la Cruz es contemplar el misterio de la pascua de Cristo: pasión-muerte-resurrección. En otras palabras, igual que no puede separarse la Cruz de la Resurrección, tampoco debería separase ésta de Getsemaní, pues es precisamente la oración de Jesús en el monte de los olivos la que nos da la clave para adentrarnos en la belleza de la Cruz: «¡Abba! ¡Padre!: todo es posible para ti, aparta de mi este trago, pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú.» [Mc 14,36] El sí total, incondicional, de Jesús al Padre. Un sí que supone abandonarse en manos de sus enemigos, pero no por cualquier motivo, sino unido al Padre y por amor a los hombres. Aquí reside la belleza de la Cruz: la total adhesión de Jesús al Padre, en total abandono y confianza -¡Abba!-, y por amor a los hombres.

No hay ninguna belleza en el asesinato del justo, no hay ninguna belleza en la crueldad ni en la injusticia. La belleza de la Cruz sólo es posible admirarla desde la conmoción del encuentro con Jesucristo, entregado por nuestra salvación. Esta es la belleza que nos conmociona y nos mueve a ser nosotros también, otros Cristos, dispuestos a la cruz no por masoquismo, sino unidos al Padre, para la salvación de los hombres.

Por Maria Aguilera


[1] Ratzinger, J. Caminos de Jesucristo, Cristiandad, Madrid 2004, p.37