Esta semana Santa pude participar en las celebraciones de una ciudad al norte de Portugal. El domingo de Pascua por la mañana más de 30 compassos formados por 5 ó 6 personas fueron enviados a anunciar a la ciudad que ¡Cristo ha resucitado!…

Muchos de nosotros vivimos la devoción del Santo Rosario que, renovada al impulso del Vaticano II, sigue cultivándose en la Iglesia, con no poco fruto y con futuro. En ella, con secular sabiduría cristiana, se contempla la vida de Jesucristo bajo el «ritornello» de los misterios de «gozo», «dolor» y «gloria», ritmo éste que también se dará en la vida de los cristianos. Este modo de agrupación de los santos misterios tiene también el sentido «creciente» antes mencionado, el cual puede advertirse en ellos con nitidez si se consideran, digamos, «transversalmente», es decir, los tres primeros misterios, los tres segundos, etc. Se advierte en ellos, así, además, unas sugerentes coincidencias. Probémoslo con los tres primeros, los tres que podemos denominar «cabezas de serie». No es un juego o un divertimiento inútil, sino una jugosa reflexión que incluso impulsa al compromiso.

Tres acontecimientos ascendentes

Recordemos dichos tres primeros misterios que son, la Encarnación (la Anunciación a María), la Oración de Jesús en el huerto, y la Resurrección. En estos tres acontecimientos salvíficos se dan unas características comunes, unas «correspondencias». De entre ellas sobresalen cuatro, a saber:

a) Dichos tres acontecimientos se dan en lo oculto: en la intimidad de María, en la soledad del huerto –mientras los discípulos más queridos duermen alejados–, y al alba, en el recogimiento de la roca del sepulcro.

b) También en los tres, los evangelistas constatan la presencia de ángeles, sea para testimoniar lo acontecido (que si no pudiera haber pasado desapercibido), o sea para consolar a Jesús.

c) En las tres escenas hay también un único e invisible obrador, un protagonista principal: el Espíritu Santo. Él obró la Encarnación; Él, que había llevado a Jesús al desierto para ser tentado, ahora en Getsemaní le sostiene en su agonía y en lo que podría denominarse su segunda tentación –«no se haga mi voluntad sino la Tuya»–; y Él es quien le resucita, ¡Vencedor de la Muerte!

d) Cuarta característica, también en los tres misterios está presente María: ella acoge dócilmente el anuncio de Gabriel; ella está «junto a la Cruz»; y ella, figura de la Iglesia, se alegra más que nadie con la Resurrección.

Estas «coincidencias» son arquetípicas y, por ejemplo, nos hacen ver que también la fe: a) nace y crece ocultamente, en nuestra intimidad; b) que ella es don del Espíritu; c) que es fruto también de la intercesión de María; y d) que los ángeles han de velar para que no disminuya sino que aumente.

Otras muchas correspondencias pueden hallarse en estos u otros misterios de la vida del Señor.

Nosotros, testigos de la Pascua

Seguir este itinerario, desde su comienzo hasta su eclosión pascual, es el objeto de la vida del cristiano. De nada valdría un creyente que sólo siguiese los pasos del Maestro, digamos, hasta el miércoles santo, y se detuviese ahí. No sería en verdad cristiano. Para serlo en plenitud se ha de dar el salto y fundamentarse en la vida del Resucitado, de la que participa por el bautismo. Como hizo Juan, que estaba al pie de la Cruz y, bajo la maternidad de María, tuvo el don de «ver y creer» en la resurrección, como enseña Pablo.

Hemos de escuchar con atención la Palabra que la liturgia proclama en la cincuentena de Pascua. Las enseñanzas que Jesús «reserva» para impartirlas una vez resucitado constituyen una gavilla escogida, una cosecha selecta; dentro de los Evangelios, puede decirse que no son una enseñanza más, sino que son como un «doctorado», un «master» –como se dice ahora de ciertos estudios postuniversitarios– al que hemos de prestar especial atención y estudiarlo y vivirlo como la meta y, a la vez, el fundamento de la vida cristiana. Ni las mujeres –llamadas a ser «apóstolas de los apóstoles»– ni los discípulos entendieron estas enseñanzas a las primeras de cambio. También nosotros necesitamos que el soplo del Espíritu nos abra los ojos para «ver y creer», como Juan, como Tomás, y ser así apóstoles.

Vivamos así la Pascua con gozo, junto a María. Si vamos tras de Cristo, después del gozo y el dolor, se dará, en nosotros también, la gloria. Estemos seguros de ello. Ésta es la óptima preparación para Pentecostés que nos hace testigos de la Resurrección por doquier.

Por Juan Miguel González Feria
Publicado en:
Vida Ascendente, abril de 1992