El camino de conversión que nos propone la cuaresma no es un camino gris y triste, sino de alegría ante la posibilidad de acercarnos nuevamente a Dios en lo que de Él nos hubiéramos distanciado. Es la hora de aceptar la exhortación que nos hace San Pablo: «¡Dejaos reconciliar con Dios!»

De hecho, solemos relacionar la esperanza con el adviento, acariciando qué dimensión de Dios es la que tenemos que dejar nacer en nuestra vida. Pero también en la cuaresma hay una vivencia de esperanza. Es el momento de vivir de ella en la travesía del desierto. Ésta es la prueba de la fidelidad, de la confianza en lo recibido, de la templanza para resistir tentaciones y dosificar las fuerzas, empleándolas en lo más conveniente, de la sensatez de cargar agua donde la haya y así llevar siempre los recipientes llenos, pues habrá momentos áridos… Podríamos decir que, al templar la esperanza con el fuego de la fe, se fortalece hasta convertirse en claraesperanza, una esperanza firme en la fe. Ése es el tipo de esperanza que nos abre al milagro de la pascua.

En esa travesía del desierto que hacemos durante la cuaresma para vivir el triduo pascual y entrar de lleno en la cincuentena pascual, podemos hacer una depuración de miradas parciales, egoístas, o llenas de prejuicios sobre cómo tienen que ser las cosas y la vida, de modo que no nos permiten valorar cómo realmente son y cómo realmente quiere Dios que sean. Cuando estamos metidos de lleno en nuestros desiertos, con sed, sufriendo temperaturas extremas de calor y de frío, solos, desorientados, con un paisaje tal vez monótono, y tremendamente austero, no queda sino enraizarnos en lo fundamental, en lo básico, para seguir viviendo. Todo ello para al final darnos cuenta de que, en realidad, poco más necesitamos que eso. Y que, cuando lo abrazamos, estalla en múltiples colores y formas que no habíamos sido capaces de descubrir aunque ya estaban presentes en la vida que nos envuelve. Es así como nos habremos dejado reconciliar con Dios. Se abre la posibilidad de nuestra pascua.

Para que la pascua llegue con plenitud de sentido para nosotros, deberíamos preguntarnos qué tenemos que dejar resucitar en nuestras vidas. Hay cosas que ya han vivido o viven en nosotros, pero que aún lo hacen sólo con nuestras propias energías. La resurrección es la recepción de una vida que viene enteramente de Dios. Es su soplo amoroso, el aliento que nos da un modo nuevo de vivir. Posiblemente hay cosas en nosotros que ya son buenas, pero quizás todavía no las hemos entregado de lleno a Dios para que él las vivifique y las haga plenamente suyas a través nuestro. Es decir, una vez más, conviene plantearnos el morir a esas actitudes o acciones con nuestro estilo y dejarlas nacer al estilo de Dios. Tras dejarnos reconciliar con Dios, toca dejarse resucitar por Él.

Si la cuaresma es la travesía del desierto, la pascua es el camino a Galilea, donde Cristo Resucitado se muestra a los suyos para que puedan resucitar con él. La esperanza da paso a la experiencia de la certeza.

Por Natàlia Plá