Pude asistir a un acto singular: un magno encuentro de entidades corales de Cataluña. Siete mil quinientos cantores reunidos en un estadio deportivo interpretaron al unísono diversas piezas. El efecto era extraordinario, en algunos momentos, estremecedor.

Cavilaba que la música es la más sublime de todas las artes. La voz humana el más bello de todos los instrumentos. El canto coral es un ejemplo de cómo se puede –y se debe- alcanzar la unidad a través de la diversidad: en aquel encuentro dominical cada mujer, cada hombre, cada niño, cantaba desde su registro y procuraba hacerlo lo mejor posible. Y unidos formaban un todo armonioso. En un conjunto tan grande –pasa también a escala más pequeña- alguien eventualmente podía desafinar o equivocarse. Importaba bien poco.

Diversos directores –algunos muy jóvenes- eran los encargados del milagro de la conjunción. La técnica permitía que los cantantes además pudiesen ver a los directores en una pantalla gigantesca situada al fondo del estadio.

Este singular concierto emocionó a muchos, sorprendió a bastantes, agradó a casi todos. A mí, además, me habló de Dios y de la Iglesia.

De Dios porque la belleza es una de las manifestaciones primigenias, del Creador. Allí la diversidad y la riqueza de modulaciones unas veces evocaba al viento, otras el oleaje del mar, otras los lamentos y las risas, otras la oración o el tañido de las campanas. Me hablaba de la Iglesia porque en ella, como en los coros, importa aquella frase de San Pablo: «los dones son diversos pero un solo es el Espíritu que los anima».

¡Qué importante y qué bello es ponerse de acuerdo y cantar juntos!

Por Jaume Aymar
(Barcelona)