Son innumerables las virtudes que acompañan a María: humildad, docilidad, total disponibilidad al Señor, silencio interno para dar acogida a la Palabra… todas ellas con sus irisados destellos, iluminan el itinerario de nuestra existencia.

A María se la venera bajo múltiples advocaciones a las cuales acudimos en busca de protección, ayuda o consuelo. Hay una faceta de María que aunque diáfana, es poco conocida o, al menos, no tan recurrida y ésta es la de su talante misionero.

María fue, sin duda alguna, la primera que salió al encuentro de los hombres para llevarles a Jesús. María, grávida de un nuevo ser -el Hijo del Altísimo- se puso en camino para acompañar y ayudar a su parienta Isabel. ¡Con cuánta premura sus pies anduvieron las montañas y valles que la separaban de ella, para llevarle la buena nueva! Su parienta, al verla, exclamó llena de alegría e inspirada por el Espíritu Santo: «Bendita tú entre todas las mujeres y bendito el fruto de tu vientre, Jesús». Vislumbró en María la presencia del que es la Luz del mundo.

Más tarde, en la huida a Egipto, ¡cuánto evangelizó María junto a José y Jesús, con su ejemplo, cual luz en medio de las tinieblas!

En la doncella de Nazareth, encontramos pues la verdadera esencia del ser misionero.

Con demasiada frecuencia -acaparados por las urgencias de la vida diaria- nos olvidamos de ejercer rectamente nuestra tarea misionera que es, ante todo, comunicar a Jesús mismo.

Si Jesús está presente en nosotros es para ser llevado como ofrenda de amor a todos los seres humanos, a los más cercanos y a los más lejanos. Falsos misioneros seríamos si nos olvidáramos de ello. Esta es nuestra mayor tarea… y también la más hermosa.

Por Lourdes Flaviá