Dinamismo de la esperanza y paciencia de la fe. Dos grandes coordenadas siempre presentes en la vida de María de Nazareth.

Dos faros que iluminaron constantemente el firmamento de su existencia.

María supo de esperanza. De esa clara esperanza que lleva en sí una fuerza que siempre va más allá de lo que nuestro ser limitado puede llegar a percibir. Lo que a los ojos humanos aparece como sin salida, queda trascendido y elevado cuando se contempla con ese talante del que espera a pesar de todo, porque sabe de quién se fía.

Y también supo de fe. De fe fuerte en las noches oscuras del alma. María vivió noches sin estrellas. No siempre entendía a su Hijo y, posiblemente, en alguna ocasión se sintió desconcertada. Nos lo cuenta el Evangelio cuando María y José perdieron al Niño en el Templo. Sin embargo, a lo largo de sus días y noches, fue tejiendo esa fe paciente que todo lo espera… y todo lo alcanza.

Mujer de gran fortaleza, no huyó cuando vio a su amado Hijo clavado entre la tierra y el cielo. Tenía como siempre, su confianza puesta en Dios y, una vez más, asumió el sufrimiento ya que ¿no es acaso en la experiencia de la finitud, donde más se abre uno a ese don de Dios de la Esperanza? María, la llena de gracia, después de vivir el contrasentido al pie de la Cruz, al parecer ser una vida frustrada la de su Hijo, recibió la fresca y renovada brisa del gozo verdadero, la alegría resucitada y luego el advenimiento de Pentecostés.

Que Ella nos lleve por este sendero de paciencia y dinamismo, de fe y esperanza, hacia la caridad.

Por Lourdes Flaviá