monjeassis_carmen1Ser unos con Dios nos asusta bastante. Tenemos miedo. No fuera que, con ser unos, quedara mermada nuestra identidad y, ¡a eso no estamos dispuestos a renunciar! El miedo, a menudo, nos viene de pensar que si llego a ser tan uno con Dios, mi libertad acabe siendo la de Dios y, ¡a eso de la libertad no estamos dispuestos a renunciar tan fácilmente! Pero, en realidad, ni el mismo Dios nos pide que renunciemos a ella. Sería contradictorio. Él, que nos creó libres, goza viéndonos hacer uso de nuestra libertad. Porque goza viendo que todo lo que ha creado es bueno y se complace en ello. No es un Dios absolutista, sino que nos ha hecho en esencia libres.

Por tanto, que mi libertad y la de Dios sean una, no quita nada al ejercicio de mi libertad personal. Más bien le suma. Es decir: mi voluntad y la de Dios serán una, pero no porque Dios no respete mi voluntad y quiera imponer la suya, sino porque Dios quiere lo que yo quiero y se complace con lo que me complace. Por encima de todo, se complace con el ejercicio de mi libertad. ¡Y no es que yo renuncie a mi voluntad ni que, cabizbaja, espere a que me haga ver cuál es su voluntad para cumplirla con obediencia ciega! Bajo esta actitud a menudo se esconde un infantilismo espiritual y a veces una dificultad para asumir la responsabilidad de lo que hacemos. Si es otro el que me manda lo que yo he de hacer, la responsabilidad última siempre la tiene otro y ya tengo en quién excusarme y a quién hacerle recaer mis culpas.

Dios nos quiere adultos, tan adultos que nos responsabilicemos de lo que hacemos. Por tanto, que demos respuesta por lo que hacemos y sepamos pasarnos cuentas de ello. ¡No quiere que a disgusto hagamos la voluntad de Dios! Porque el disgusto más grande es no hacer que la voluntad de Dios y la mía sean una. El deseo de Dios es que mi voluntad y la de Él sean una, y lo serán cuando amemos lo mismo y queramos lo mismo. No se trata de negarnos a nosotros mismos, porque sería negar lo que el mismo Dios ha creado. Se trata más bien de dejarnos sintonizar en la misma frecuencia de Dios, dejar que nuestras cuerdas vibren con la misma partitura de Dios.

De hecho, cuando dos respiramos el mismo aire y vibramos por las mismas cosas, nuestra libertad va en la misma orientación. Pues con Dios, siento que eso ocurre mucho más, porque Él respeta plenamente mi voluntad.

Por Marta Burguet Arfelis