Los hombres no nos damos cuenta. No lo hemos sentido nunca. No lo hemos vivenciado pues. Sólo nos ha tocado esta peligrosidad de refilón y entonces nos hemos podido quedar sorprendidos y perplejos. Pero luego… se piensa: ¡cosas de la vida! Y muchos se han consolado pronto.

¿A qué me refiero? Dar hijos al mundo, para el hombre ha sido cosa placentera. Satisfacción de su machismo. Y vanidad, acaso.desnuda

Para la mujer es otra cosa. Una joven enamorada sabía que su actitud era de holocausto, que en el parto muchas dejaban, más allá de los dolores, la misma vida. Hasta hace poco, muy poco –cuarenta años–, ¡cuántas mujeres morían aún de las temidas, terribles e imparables fiebres puerperales!

Amar, para una mujer, era ser voluntariamente candidata al posible martirio, a ofrecer la vida física por amor. ¡Tantas veces –la experiencia lo decía– transmitir la vida era a costa de su propia vida!

Podían salir invictas de este combate, pero no podían dejar de pasar por este combate ineludible con peligros, bien ciertos y traidores.

El hombre en este drama era sólo, a lo más, dolorido espectador. Para él esta lucha no se resolvía en muerte; sólo viudez. Y esto último tenía remedio. La misma sociedad le empujaba a buscarlo. La gente era comprensiva de sus necesidades de hombre; de su desvalimiento que precisaba de alguien que cuidara de su casa; y aceptaba que era urgente el remedio por el mismo bien de los hijos de la difunta.

Cuántas tragedias a lo largo de la prehistoria y de la Historia. No hay estadísticas posibles y capaces de tantas mujeres caídas en estos sus campos de batalla. Ser mujer era dar la vida a un ser –ser al que querrían más que a nada– y que a veces era asesino de su propia madre. Ser mujer era asumir este difícil papel en la historia de los hombres.

Las madres e hijas se cuentan, se transmiten todo. Desde los secretos seductores del vestir o del adorno, a las artimañas para dominar al que se cree que domina. O los fingimientos complacientes de placer o la memoria ancestral de este peligro de muerte en las consecuencias del amor. No han ido al amor ingenuamente en este punto.
CIMG1059
Las mujeres han sido valientes. No les ha arredrado este «terrorismo» de la naturaleza contra ellas para que dejaran de amar y de ofrecerse en el altar del lecho a un posible holocausto en aras de la vida.

Fortuna que hoy la ciencia ha empezado a vencer las terribles infecciones, a prever los casos difíciles y solucionarlos adecuadamente.

Hoy ya las mujeres no tienen casi por qué tener miedo. Hasta los normales dolores se les disminuyen. Pero les dura este trauma que los siglos se han encargado de grabar profundamente en su feminidad.

Restañemos, los hombres, esta herida abierta en su espíritu con nuestra comprensión. Y con gratitud a lo que la mujer ha tenido de heroica en su papel en la gradual historia de la humanidad. Y tratémoslas con afecto para que se sientan seguras de que la sociedad hará todo lo posible para que ellas se vean del todo libres de esta victimación.

Los hombres, verdad es, han muerto muchos luchando. Les movía el odio o la irritación o la venganza. Esto hace de este tipo de muerte una tragedia sí, pero más explicable, o al menos no ajena a nuestra libertad y responsabilidad.

Pero la muerte mansa de las mujeres, entre alegrías de maternidad, era sólo por amor, sólo por la vida…, suaves corderos degollados.

Sí; ¡alabemos sin mezquindad a la mujer que ha vivido dispuesta a dejar de vivir, matada por la llama viva del amado, que al tratar de darle nuevos vivientes, también podía ser puñal que le diera, aleve la muerte!

Por Alfredo Rubio de Castarlenas
Voz: Alex
Música:  Manuel Soler, con arreglos e interpretación de Josué Morales
Producción: Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza