El espejo, hasta ayer, era para mí una herramienta más para arreglarme, como el peine o la crema hidratante.

Pero esta mañana me he fijado en mis ojos. Me he mirado como cuando uno mira a los ojos a otra persona, poniendo en esa mirada el alma y estableciendo con “esta otra” que me reflejaba el espejo, una conversación profunda sin necesidad de palabras.

Hoy, sin saber porqué, me he mirado así. He establecido conmigo misma un diálogo profundo que me ha llegado con un cierto escalofrío a la misma conciencia.

Al verme objetivada en el espejo, me he descubierto una entre los otros, tan digna de ser apreciada, amada, como ha de hacerse con el prójimo. Me he descubierto necesitada de mi atención. También, me he sentido culpable de olvidarme de “esta” que tenía enfrente, de someterla sin piedad, no sólo a los otros, sino, más a menudo aún, a mis propias ambiciones.

He descubierto, de pronto, que también tengo deberes hacia esta persona –que soy yo misma–, tan pisada por mis urgentes e importantes quehaceres… En el fondo de mis ojos, he visto que esta mujer cansada y un poco melancólica tiene derecho a reclamarme cuidado, descanso, sosiego, comprensión, afecto…

Parecía que, muda, me lo imploraba mansamente como un perro maltratado. He descubierto, sí, que yo era soberbia y he sentido remordimientos por haber tratado con altivez este “yo-otro” reflejado en el espejo.

Esta mañana, al verme reflejada en el espejo y adentrarme en el fondo de mis ojos, ha despertado en mí todo un sector ético que mantenía apartado y oscuro. He sido demasiado señora de mí misma y, eso es peligroso, pues fácilmente se puede acabar siendo señor de los otros.

Y eso sí que no lo deseo.

El ser humano necesita, esencialmente, de los otros seres humanos; si no ama a los demás, mal podrá llegar a ser un espécimen en plenitud. Pero, si a la vez uno no ama con dignidad, ¿qué podrá dar a los otros, sino un ser ultrajado por uno mismo? ¿Qué testimonio, qué garantía de respeto, libertad, comprensión y cuidado?

Pobre “yo” de mi espejo, ¡qué poco me he preocupado de ti!

Me lo han dicho tus ojos esta mañana con una sola mirada larga, casi sin reproche, pero más conmovida que todas las palabras.

Por Maria Aguilera