Uno de los signos externos de la llegada de Pentecostés entre los discípulos de Jesús fue la variedad de lenguas en que comenzaron a manifestarse. La gente se sorprendía porque les escuchaba hablar de Dios en diversos idiomas.

Según el libro de los Hechos de los apóstoles, la gente llegó a comentar que “estaban borrachos”. ¡Pedro defendió diciendo que apenas eran las nueve de la mañana! Y es que, esa “borrachera” del Espíritu Santo, les hacía hablar el idioma de las personas a las que se dirigían. Sentían el impulso de comunicar lo que estaban viviendo.
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El libro de los Hechos no lo explica mucho, sólo nos menciona que llevaban varios días reunidos en oración en el mismo sitio y que eran muchos, no sólo los once más allegados, sino que estaba María, la madre de Jesús, algunos parientes, otras mujeres y más seguidores. Después, el relato pasa al hecho de que hablaban a la gente en lenguas variadas. Podemos, entonces, suponer que al sentirse colmados de la experiencia del Espíritu Santo, salieron del recinto donde se encontraban y se dirigieron a las casas, a las calles, ahí donde había personas, para comunicar el mensaje de Jesús.

A pesar de que aparece citado en el Nuevo Testamento y que hay algunas celebraciones como la Vigilia de Pentecostés, los creyentes prestamos poca atención a esos días que van desde la Ascención de Jesús a la llegada de Pentecostés. Días de reunión con los más cercanos en la fe, de encuentro festivo y expectante, de celebración de la presencia resucitada de Jesús y de espera de esa fuerza interior, y a la vez compartida, que da el Espíritu Santo.

El camino que nos propone Jesús no se hace en solitario. Efectivamente, necesita de momentos fuertes de soledad y silencio, como los que solía tener Él. Pero las experiencias de Amor vividas en soledad se acrisolan en la compañía de los más cercanos, se ponen en práctica de primera mano en esa trama de relaciones que forma el grupo familiar o de amigos. Sólo así puede después comunicarse esta experiencia de amor fraterno más allá de este entorno. Esta fue la vivencia de los primeros discípulos, amigas y amigos de Jesús en la cual se encarna la encomienda: “ámense los unos a los otros como el Padre me ama a mí y yo los amo a ustedes”.

La experiencia de Dios que uno puede vivir íntimamente en soledad y silencio, muchas veces necesita ser compartida o contrastada con otras personas afines que nos ayuden a contextualizarla en la vida cotidiana. Como pasó en aquel primer Pentecostés. El hecho de recibir la llegada del Espíritu Santo en grupo, ayudó a quienes lo experimentaron a poder comunicarlo de forma entendible a cualquier persona.

Por Javier Bustamante