“¿Qué hora es?” “Llegaré un poco más tarde”. “¿Cuánto durará?” “Este camino es más corto”. “¿A que hora quedamos?” “¡Pasado mañana toca retrasar una hora el reloj y tendremos una hora más!”… y así podríamos seguir. El tiempo, hoy, es uno de los factores principales que rigen nuestro hacer cotidiano y, aunque la cantidad de horas son las mismas para todo el mundo, su percepción es totalmente subjetiva.
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Desde la antigüedad, grandes personajes de distintas disciplinas han intentado definir este bien tan preciado. Platón decía: “El tiempo es la imagen de la Eternidad, el tiempo es tanto una idea abstracta, como una realidad de la vida”. Einstein, por su parte, enunciaba: “El tiempo es implacable porque nunca deja de fluir y todo lo que existe está sometido a su efecto”. San Agustín, en cambio, “sólo” se atrevía a manifestar su incapacidad para expresarlo con palabras: “Si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicarlo a quien me lo pide, no lo sé”.

Sea cual sea la respuesta acertada –seguramente cada uno lleva su parte de razón- lo que sí es cierto es que todo en esta vida necesita su tiempo y es importante respetarlo. Un tiempo que, a veces, podemos definirlo reloj en mano -el tiempo que necesitamos para cruzar la ciudad, para hacer el trabajo pendiente que tenemos en la bandeja de la oficina, etc.-; pero otras, y no por ello menos importantes, lo descubrimos a medida que vamos viviendo: ¿Cuántos años se necesitan para consolidar una amistad? ¿Cuántos minutos para pedir perdón? ¿Cuántos días para vivir el duelo de la muerte de una persona querida?

Encontrar el equilibrio entre “hacer” y “vivir” no siempre es fácil, pero sí importante. El tiempo se puede medir de muchas formas y a veces caemos en la tentación de tener sólo en cuenta aquel que nos da un rendimiento.

Por Marta Miquel